domingo, 29 de marzo de 2009

EL GRADUADO

“Nada hay mejor para el hombre que comer y beber, y llegar a disfrutar de sus afanes. He visto que esto también proviene de Dios. Porque ¿Quién puede comer y alegrarse, sino es por Dios?”[1]
Después de cuatro intensos años en la construcción de un mosaico de vivencias, teniendo la centralidad en la culminación de una carrera. El pasado 13 de marzo dos horas fueron suficientes para enmarcar la pieza final, llamada acto de grado.
Eran las 7 de la noche cuando en la tradicional capilla B.H Welmaker entramos los graduandos, cada uno con diferentes emociones. Pocas veces había sentido tanta cercanía emocional como la percibida ese día entre mis compañeros:
Leegeirot, sentado en las mismas bancas de madera, en las cuales más de una vez asentía o disentía del predicador del momento, parecía incapaz de hacer una critica o un chiste del discurso escuchado; con rostro estático, mirada triste y fija en un más allá que el entorno, solo corrían lagrimas que no podía contener. Me murmuró en secreto: ¡estoy jodido no puedo dejar de llorar!

Al lado de Leege, Pilar, una mujer cuya relación no pasaba de un saludo en el aula de clase, me contaba en susurro lo realizada que se sentía al culminar esta etapa, con tres hijos que se hicieron profesionales antes que ella. A lo lejos estaban sus orgullosos hijos con un derroche de fotografías dirigidas a la “mamá teóloga”; donde la “teóloga esposa” tenia un trazo de tristeza por la ausencia de uno de sus afectos, en ese momento pasajero, pero inolvidable. Me dije a mi mismo: no son todos los que están, ni están todos los que son, pensando en la ausencia de Roosevelt, el esposo de Pilar.

En primera fila Norberto, desde su asiento no dejaba de mirar a su hijita Valeria, a través del cristal de la ventana, quien con apenas dos años de edad, parecía percibir la emoción del momento. Él en su rostro reflejaba el deseo tenerla en sus brazos y pasar con ella al pódium, pero el protocolo de la ceremonia no se lo permitía. Me miro, y en voz baja me dijo: Catalina (su bebe de pocos meses de nacida) se quedo en casa.

Junto a Norberto, Maryuri; alegre, feliz, contenta y muy tensa por la orgullosa responsabilidad dirigir un discurso de su propia inspiración en nombre de los que esa noche éramos designados como los graduandos, ella con la mirada fija en el protocolo, mientras Carlos José hacia malabares para tomarle algunas fotografías, parecía que la totalidad de su ser estaba concentrada del momento en que la llamaran al pódium.

Sobrio y sonriente, allí estaba, al lado de las lágrimas de Leege, el hermano Jaime, como lo llamamos respetuosamente. Me miraba y asentía con su cabeza, como queriendo decir: lo logré, lo lograste, lo logramos. Un hombre que en sus años dorados decidió caminar en la reflexión teológica, desaprendiendo y aprehendiendo para construcción propia y disfrute de su mundo conocido.
El hermano Jaime con aspecto y actitud conservadora siempre me decía, hermano no puede parar, porque si usted para que ejemplo me da a mi que soy mayor que usted. Este hombre tenía el concepto que “en la generación de relevo es la fortaleza sobre la cual descansa la sabiduría madura”. Él con un conservadurismo que dialogaba con los rasgos liberales de la teología de vanguardia, sin exclusiones y con profundas convicciones.


Janet y William, tan aplomados que parecían saber cuantos pasos dar, y como no, si esto ya lo habían vivido. Para ellos era como un dejabú, en otro tiempo, pero en el mismo espacio.

Allí también estaban tres graduandos a mi lado, vestidos con la toga negra; Pérez, Barco y Villamil, diciéndome: hijo e madre lo hicimos. Si, allí estaban sentados junto a mis recuerdos y mis sentimientos. Tres pelaos, que en cuatro años se convirtieron en hombres que cuestionan la construcción de pensamiento, pasando a ser de compañeros de clase a compañeros de vida; solo que la vida les hizo una triste jugarreta y su noche de grado se atrasó.

¿Y que decir de mi? Era un momento en que mis sentimientos estaban a flor de piel. Cualquier frase dicha por los oradores movilizaba un sin fin de significados en la particularidad de mi ser; era como una danza de emociones que se apareaban en mi mente al son de mis sentimientos, enrojeciendo mis ojos con lagrimas que querían salir sin mi consentimiento.

La ceremonia se hacia envolvente y mi cabeza era como un viaje al pasado y al presente; miraba a mi alrededor y me conseguía con rostros llenos de satisfacción, en ese momento pude experimentar que mi satisfacción era la satisfacción de otros, y que en ellos se hizo presente el reír con los que ríen.

Entre ellos mi madre Ana Elvira, contenta, alegre y con muchas lagrimas derramadas por la satisfacción de ver en mí su prolongación de vida; junto ella mi tía Eglis orgullosa del apellido que esa noche se nombraba entre los graduandos: Soto Marín. Con ellas dos, mis inseparables amigos, Aleivi y Carolina, que como siempre me acompañan en la carrera y esperan al final de la meta, para enjugar mi cansancio y seguir dándome animo en el maratón de la vida.
En el festín de sentimientos de un graduado no pueden faltar los agradecimientos, los cuales disfruto expresar, por la humanización que estos contienen:

Al Gran Otro como le prefiero llamar, al que la mayoría llama Dios; por la maravillosa relación que viví y vivo, donde lo humano de mi pudo aprender a disfrutar la relación con la inmanencia de su santidad y manifestación de su amor en mí.

A mi familia, especialmente a mi madre Ana Elvira, y mis dos hermanas María Cecilia y Rosanna, que me han amado con mis riquezas y miserias.

A mi hermano entrañable Aleivi Pérez, que me ha estimado hasta sobrestimarme, sin medir costo, ni tiempo. Con el cual disfruto, rio y lloro del peligro de vivir.

A Carolina Mainard, que se ha convertido en una porrista sin igual en la carrera de mi vida, refrescándome con su sonrisa, animándome con sus palabras y humanizándome con sus lágrimas.

A Jorge y María Elena de los cuales recibí más que una palmadita en la espalda; amigos de permanencia y resistencia en el tiempo. A mí amada iglesia Bautista la fe de Maracaibo que junto al pastor Wilfredo Velázquez caminaron a mi lado para llegar donde he llegado.
A un ser humano llamado Claudia Mejía, utilizando el rigor de su academia para corregir los malos trazos de un principiante. Su ayuda hizo posiblemente que estas líneas hoy fuesen escritas.

A Pablo Moreno Palacios, hombre sabio y humilde, que abrió la ventana de su conocimiento para orientar el deslumbramiento que la academia, llevándome a una conciencia y un compromiso con la sociedad presente, tomando como referencia la historia vivida.

Estoy consiente que sin estos afectos humanizados -a los cuales agradezco infinitamente- hoy no seria llamado el graduado; afectos junto a los cuales he caminado y llegado, y con los que sigo abriendo camino en esta carrera que no termina.

¡Lo logre, lo lograste, lo logramos!

[1] ESCLESIASTES, capitulo 2 versículos25-26. NVI, editorial Vida, 2002